CRÍTICA DE LIBROS: FILOSOFÍA, CIENCIA, RELIGIÓN, HISTORIA

 


PEDRO FERNÁNDEZ CUESTA
CRÍTICA DE LIBROS:
FILOSOFÍA, CIENCIA, RELIGIÓN, HISTORIA
***

    Indice de críticas
    1. Los discípulos en Sais, de Novalis
***

Retrato de Novalis

NOVALIS
LOS DISCÍPULOS EN SAIS
Ediciones Hiperión
Madrid, 1988
Traducción de Felix de Azúa
(a partir una traducción anónima argentina de 1948)
***

    “Los hombres marchan por distintos caminos; quien los siga y compare, verá surgir extrañas figuras; figuras que parecen pertenecer a aquella escritura difícil y caprichosa que se encuentra en todas partes: sobre las alas, sobre la cáscara de los huevos, en las nubes, en la nieve, en los cristales, en la configuración de las rocas, sobre el agua congelada, dentro y fuera de las montañas, de las plantas, de los animales, de los hombres, en los resplandores del cielo, sobre los discos de vidrio y resina, cuando se frotan y se palpan; en las limaduras que se adhieren al imán y en las extrañas conjeturas del azar...”
    Así comienza este libro de Novalis, Los discípulos en Sais, que pertenece al ámbito de la filosofía, de la poesía y de la ciencia. Podemos decir que Novalis es un poeta con formación filosófica y científica. Podemos decir que Novalis es un filósofo que, al contrario de lo que suelen pensar (o quieren pensar) otros filósofos, da a la poesía la primacía para el conocer. 
    La filosofía del poeta Novalis (del filósofo Novalis) es esencial- mente romántica. 
    La poesía del filósofo Novalis (del poeta Novalis) es esencialmente romántica.
    Los discípulos en Sais, que pertenece al ámbito de la filosofía, de la poesía y de la ciencia, es una novela; una novela que Novalis dejó inconclusa.
    En la novela (que bien podíamos llamar, como hacía Unamuno con las suyas, nivola): Sais, el Maestro, los discípulos... y la diosa Isis. Y la naturaleza. Y la poesía para acceder a la naturaleza.
    Lo que iba a ser una serie de fragmentos sobre la naturaleza devino novela: Los discípulos en Sais. Pero por la temprana muerte del poeta la novela quedó inconclusa.
    Sabemos que Los discípulos en Sais iba a ser una serie de fragmen- tos porque Novalis se lo dice a August en una carta.
    August Wilhelm es el hermano de Friedrich, el filósofo romántico.
    Friedrich Schlegel: el alma máter del fragmento, un género literario que se aviene de perlas a la filosofía romántica.
    Friedrich Schlegel: el alma máter del Círculo de Jena.
    Jena: en el valle del Saale; rodeada de bosques y montañas.
    Allí funda Schlegel una revista: Athenaeum.
    El Círculo de Jena lo forman:
    Friedrich Schlegel,
    su hermano August,
    Caroline Schlegel* (la mujer de August*).
    [*Su apellido de soltera era Michaelis; y antes de casar con August era la viuda de Böhmer.]
    [*Después se divorciará, y se casará con Friedrich Schelling.]
    Schleiermacher (el teólogo),
    Tieck, 
    Friedrich Schelling (el filósofo idealista)
    y Friedrich von Hardenberg, conocido por su pseudónimo: Novalis.
    En la revista Athenaeum publicaron fragmentos:
    Friedrich Schlegel,
    su hermano August,
    Schleiermacher
    y Novalis.
    Los discípulos en Sais iba a ser una serie de fragmentos sobre la na- turaleza. Luego devino novela. Pero por la temprana muerte de Nova- lis quedó inconclusa.
    Novalis murió en 1801, con veintinueve años.
***
    La novela tiene dos partes. La primera parte se titula El discípulo.
    Egipto: Sais.
    Egipto: El país de los jeroglíficos. El país enigmático.
    Allí: el Maestro con sus discípulos.
    Y se nos dice: la naturaleza es un enigma que ha de ser descifrado, y la mejor forma de hacerlo es por medio de la poesía.
    La naturaleza como una escritura en clave.
    La poesía como hermenéutica intuitiva.
    La naturaleza como una sinfonía.
    No diseccionar.
    Contemplar para comprender.
    Relacionar poéticamente (el método del Maestro):
    “Reunía piedras, flores, insectos de toda especie, y las colocaba an- te él, alineándolas de mil diversas maneras. Examinaba a los hombres y a los animales. Se sentaba a la orilla del mar y buscaba conchillas. Escuchaba con atención la voz de sus pensamientos y de su corazón.”
    Más tarde, el Maestro...
    “Pronto advirtió las conbinaciones que unían todas las cosas, las si- militudes, las coincidencias. A poco, ya no vio nada aisladamente. Las percepciones de sus sentidos se agolpaban en grandes y variadas imá- genes. Oía, veía, tocaba y pensaba a un tiempo. Se complacía en unir cosas dispares. Ora las estrellas parecíanle hombres, ora los hombres perecíanle estrellas; las piedras, animales; y las nubes, plantas.”
    Allí (Sais): el Maestro y sus discípulos.
    Los discípulos, en esta primera parte de la novela, son tres:
    I. El niño: “Tenía hermosos ojos oscuros, de fondo azulado; su piel resplandecía como las azucenas, y sus cabellos relucían cual nube- cillas al atardecer. So voz nos conmovía. De buen grado le hubiéramos dado nuestras flores, nuestras piedras, nuestras plumas y todo lo que poseíamos. Sonreía con placidez infinita y, a su lado, experimentá- bamos una dicha extraña.” 
    II. El discípulo torpe: “Pasó aquí largos años, nada le salía bien. Difícilmente encontraba algo, cuando buscaba cristales o flores. Tam- bién le costaba mucho ver a lo lejos; y no lograba disponer, con arte, las líneas diversas. Rompía todo cuanto tocaba. Y, sin embargo, ningu- no de nosotros demostraba tanto ardor, tanta alegría de ver y de oír, como él. Un día –cuando el niño no había penetrado aun en nuestro círculo–, adquirió de pronto una gran habilidad, y tornose alegre. Ha- bía partido entristecido; no regresaba y la noche iba avanzando. Súbi- tamente, al despuntar el alba, oímos su voz en un bosquecillo cercano. Entonaba un canto jubiloso y sublime. Estábamos admirados. Nunca más veré una mirada parecida a la que el Maestro dirigió, entonces, hacia el oriente. No tardó el cantor en reunirse con nosotros; transfi- gurado por indecible felicidad, nos ofrecía una simple piedrezuela gris de forma rara. Tomola el Maestro, abrazó con efusión a su discípulo, luego nos miró, velados sus ojos por las lágrimas, y colocó la piedreci- lla en un lugar disponible entre las demás piedras, precisamente allí donde, cual rayos, convergían numerosas series.”
    III. El narrador: “También yo soy menos hábil que los demás; y creo que la naturaleza no quiere descubrirme, de buen grado, sus teso- ros. Sin embargo, el Maestro me quiere y me deja entregado a mis pensamientos, mientras los otros realizan la búsqueda.” “Me siento feliz contemplando las cosas y las figuras maravillosas de las salas, pero opino que solo son imágenes, velos, ornamentos reunidos en torno a una imagen divina; y ella es quien, sin cesar, ocupa mis pensamientos.”* 
    [*La imagen divina que ocupa los pensamientos de este discípulo es Isis, la diosa a quien un velo cubre. Estamos ante un símbolo. Descubrir el velo de la diosa es acceder al conocimiento, al misterio.]
    “Hubiera querido interrogar al niño misterioso; advertía cierta ex- presión fraternal impresa en sus rasgos y, a su lado, sentía yo que, interiormente, todo se despejaba. Si él hubiera permanecido más tiempo, seguramente habría experimentado más sensaciones dentro de mí mismo.” “¡Como anhelé partir con él! Pero fue imposible.”
    “(...) si, de acuerdo con la inscripción del templo, ningún mortal descorre el velo, tendremos que convertirnos en inmortales: el que no quiere descorrerlo, o no tiene suficiente voluntad como para levantar el velo, ese no es un verdadero discípulo, ni es digno de permanecer en Sais.”
***
    La leyenda de Isis: Aquel que descorra su velo alcanzará la sabiduría. Antes de Novalis, Schiller había escrito un poema:
La imagen de Sais
por Friedrich Schiller
(versión de Jerónimo Rosselló)
–––––––––––––––––
                           En la egipcia Sais detiene a un joven
                           el afán de saber. La oculta ciencia
                           del sacerdote penetrar ansía;
                           y en estudiar porfía
                           las sendas de la humana inteligencia;
                           mas, su espíritu inquieto
                           en pos le hace volar de lo secreto;
                           y el hierofante apenas
                           de su alumno impaciente
                           alcanza a moderar su sed ardiente.
                           –Si no lo tengo todo, nada tengo
                           –en su deseo exclama–;
                           con la sed que me inflama,
                           a no saberlo todo no me avengo.
                           Así mi alma lo siente.
                           La ciencia el más y el menos no consiente.
                           No; la verdad es una,
                           y no, cual la fortuna,
                           se distribuye en desiguales partes,
                           ni en más o menos cantidad se alcanza.
                           O sol o noche obscura.
                           ¿Es dado por ventura
                           un acorde quitar a una armonía,
                           o al iris radiante en esplendores
                           uno de sus colores?
                           Nada en verdad de la verdad te queda
                           en tanto que no aunes y armonices
                           en un todo de suaves gradaciones
                           los misteriosos sones, los fúlgidos matices.
                           Así contienden en la vasta sala
                           del templo solitario, 
                           ante una imagen colosal velada.
                           En ella su mirada
                           el joven fija estupefacto y triste.
                           –Decid: ¿qué es lo que existe
                           tras el cendal obscuro,
                           entre ella y yo interpuesto, como un muro
                           que me oculta su faz? –La Verdad. –¿Y eso
                           no busco acaso, y de mi ardiente exceso
                           la causa no es? ¿No es esto lo escondido
                           que tanto he perseguido?
                           Levanta el antifaz con el socorro
                           de la Divinidad. Y el hierofante
                           añade: –¡Nadie habrá que lo levante;
                           nadie, nadie en el mundo
                           si yo no le secundo!
                           El culpable, el profano que se atreva
                           a levantar el sagrado velo...
                           verá la Verdad al claro cielo.
                           –¡Oráculo fatal! ¿Tu mano acaso
                           jamás este cendal ha levantado?
                           –¡Nunca! ¿Quién el osado
                           quisiera ser, tanto misterio viendo?
                           –¡Oh, yo no te comprendo!
                           Si entre yo y la verdad solo ese velo
                           se opone, ¿quién me veda
                           que vaya a descorrerlo a mi albedrío?
                           –Una importante ley; más, hijo mío,
                           que no puedes pensar. ¡Tenue y ligero
                           para tu mano ese cendal; pesado
                           en tu vital carrera
                           cuánto, cuánto lo fuera!
                           Vuelve a su casa meditando el joven.
                           No duerme ni reposa.
                           La sed mortal le acosa,
                           su concentrado afán le espanta el sueño.
                           En su lecho revuélcase
                           y ese afán le persigue con empeño.
                           Fatigosa ansiedad su mente exalta.
                           Con decidido paso,
                           y ánimo nada escaso,
                           como si le moviese
                           un oculto resorte,
                           fuera de sí, se acerca al vasto templo.
                           Traspasa el muro
                           y se introduce en el recinto obscuro.
                           En lo alto de su cúpula la luna
                           su débil luz derrama
                           tranquila y vagarosa;
                           en profunda quietud todo reposa.
                           Soledad por doquiera.
                           Apena en pie se tiene.
                           Terrible aquel silencio le contiene
                           que no turba sino su propio paso,
                           y en su hondo aturdimiento
                           toca apenas el ancho pavimento.
                           Del templo verse, nebulosa y vaga,
                           como a luz que se apaga,
                           la colosal estatua con su velo,
                           pavorosa, imponente,
                           como un visible Dios, un Dios presente.
                           Con honda turbación avanza el joven
                           hacia la gran figura,
                           y más y más se acerca.
                           El brazo alarga para asir el velo
                           objeto del afán que le tortura.
                           Frío terror le agita;
                           una invisible mano le detiene:
                           –¡Desgraciado! –le grita–.
                           ¡Oh! vuélvete a tu lecho.
                           ¿Por qué, por qué no esperas
                           de la Divinidad el alto auxilio?
                           «Ningún hombre», el oráculo te ha dicho,
                           «levantará ese velo 
                           si yo no le secundo.»
                           Mas díjote también, hondo y profundo
                           acento en mí vibrante,
                           que verá la verdad quien lo levante.
                           Y nada más importa.
                           –¡Quiero ver la Verdad; sí, quiero verla!
                           Y los ecos contestan… «verla», «verla».
                           Dice, y el velo de la imagen alza.
                           Mas, preguntad ahora, 
                           ¿qué ha visto en la figura aterradora?
                           Y ¿quién lo sabe? ¿quién? Los sacerdotes
                           le encuentran sin sentido,
                           inerte, allí extendido,
                           a las plantas de Isis. Lo que él ha visto,
                           lo que ha experimentado,
                           jamás lo ha revelado.
                           Huyó de su semblante la sonrisa
                           para siempre jamás. Profunda pena
                           en breve le llevo ala sepultura.
                           Si alguien a su tristura
                           importuno o afanoso interrogaba,
                           tan solo contestaba:
                           –¡Ay! ¡infeliz mil veces
                           de quien por una falta
                           alcanza la verdad en su porfía!
                           Ausente vivirá de la alegría.
                                    ––––––––––––––
    Novalis, al igual que otros románticos, conoció esta poesía, que planteaba un dilema: ¿descorrer o no descorrer el velo?, es decir, ¿co- nocer o no conocer lo prohibido?
    La contestación que, en Los discípulos en Sais, el discípulo narrador da al dilema planteado, ya pudimos leerla más arriba. Ahora la repetimos:
    “(...) si, de acuerdo con la inscripción del templo, ningún mortal descorre el velo, tendremos que convertirnos en inmortales: el que no quiere descorrerlo, o no tiene suficiente voluntad como para levantar el velo, ese no es un verdadero discípulo, ni es digno de permanecer en Sais.”
***